lunes, 19 de diciembre de 2011

Relato fantástico. El camino a Alyanna. Parte 1.

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El camino a Alyanna.

Hacía mucho tiempo que no encontraba el camino. Cada día era más duro, pero él lo compensaba intentándolo con más fervor.
            Aadam era un anciano solitario, tanto que se pasaba la vida guarecido tras los muros de su propiedad. Su mente cabalgaba a lomos del corcel de los tiempos pasados, por lo que a veces pastaba sobre verdes prados de genialidad, y otras hollaba los áridos desiertos de locura. Poeta y escritor, músico y pintor: todas las artes eran sus propias amantes, puesto que habían permanecido fieles a su lado a lo largo de su entera vida. Era al caer la noche, cuando resguardado en la soledad de su fortín de piedra, se daba cuenta de que su dolor de pecho no era simplemente debido a su vieja herida de guerra, sino a un agujero que el propio vacío de la soledad había ido cavando sigilosamente en su alma. 

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            Sus escritos así lo reflejaban, a veces narrando viejas pérdidas pasadas, recreándose en cómo sería ahora su vida de haber seguido decisiones nunca tomadas Su poesía describía penumbras, la turbiedad de su propia alma. Por más que se esforzaba por pintar colores vivos en sus lienzos, o por componer melodías de notas festivas, los trazos que mezclaba en su paleta siempre tendían a tonos plomizos, y la música que escuchaba en su cabeza, llegaba a la escala transformada en sonoros lamentos de profunda tristeza.
            Y así transcurría su vida; encerrado en sí mismo, tras su cuerpo amurallado, su mente apuntalada, y su vieja casa vedada. 
 
            Aadam, en realidad, aún en medio de su profunda soledad, estaba rodeado de gente. Su casa, situada en el centro de la aldea, poseía una finca contigua, amurallada por una gran verja y arropada por numerosos árboles frutales, de modo que ejercía de aislamiento entre su propio reino, y aquel que él mismo había trazado hacia el exterior. A veces llegaban repartidores, que simplemente se limitaban a dejar sus pedidos a la par que se llevaban los envíos que el artista exportaba. Tenía su sistema tan bien trazado, que en ningún momento precisaba de cualquier tipo de contacto con el resto de su especie.

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            Su única amiga era una cánida; una vieja loba desdentada de mirada melancólica. Había pasado sus quince años de vida junto a Aadam, desde que este la había rescatado de las garras de unos cazadores furtivos cuando aún era una tan pequeña que cabía en su mano vacía. Cuando el animal le miraba, sus oscurecidas pupilas aún mostraban gratitud por su hazaña pasada. Su espíritu, leal a la vez que salvaje, era una de las pocas cosas que impresionaban al viejo artista a esas alturas de su vida. 

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            Aquella mañana, Aadam dormitaba frente a la chimenea para combatir el frío, a la par que las llamas consumían la leña. En sus adormilados dedos yacía abierto un grueso libro, y en el suelo, a sus pies, dormitaba la loba Zaafira, su viejísima amiga. 
            La estampa bien podría pasar por simple a ojos sencillos. En cambio, había una realidad alternativa anexa a la monotonía de un anciano durmiendo la siesta en pleno día: y es que en la adormilada mente de Aadam, se extendía un laberinto cada vez que cerraba los ojos.
            Después de muchos intentos fallidos, los pasos mentales del anciano finalmente tuvieron éxito, y esta vez sí, hallaron el camino hacia la claridad, donde un sonido familiar acudió a darle la bienvenida.  

Fotografía: Melina Vázquez

Habéis tardado demasiado tiempo en regresar —Exclamó una voz femenina—. Es como si cada vez os costase más encontrar el camino.
—¡No es cierto! Simplemente me retuvieron mis asuntos.
            La mujer rió, divertida.
—¿No fue esa la excusa que empleasteis en vuestra última visita?
            La oscuridad tras los párpados de Aadam lentamente fue tornándose claridad. El sonido de las brasas consumiendo la leña, desapareció hasta volverse el arrullo de un río de agitadas aguas. Su mecedora se transformó en su nuevo asiento: el tronco de un amputado árbol hueco. Y el grueso libro que sostenía en sus manos, era ahora una espada de reluciente hoja perlada, y empuñadura dorada con diamantes engastados.
            Ante él aguardaba una mujer, esbelta y de bella figura, con largos cabellos rojizos y piel morena cual corteza de árbol, de pupilas esmeralda y alegre sonrisa iluminada por el sol que se colaba en el claro. Sus vestiduras eran verdes, como el bosque en que se encontraban.
            Aadam se estremeció con tan solo contemplar a Gaada. Cada vez que encontraba en la nada el camino para regresar a aquel claro, ella estaba allí esperándolo. Así había sido desde hacía mucho tiempo.

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            Las manos del longevo artista se cerraron alrededor de su espada, que hasta entonces yacía inerte sobre su palma. Pero no eran manos arrugadas las que tomaron la fuerza de Isaura, sino las jóvenes extremidades de un vigoroso cuerpo treintañero. Aadam ya no era aquel viejo amargado que se guarecía en su fortaleza. Allí era de nuevo Aslam, el salvador de la indómita tierra de Alyanna.
            La primera vez que había pisado ese lugar había sido en su infancia, y desde entonces había regresado fielmente a ella para así ofrecer su espada. Pero conforme el tiempo transformaba su mente y su cuerpo, también aumentaba la dificultad de encontrar el camino, por lo que la idea de algún día verse alejado para siempre de aquel lugar tan querido, deprimía su mente y enturbiaba su arte.
            Poco a poco, aquellos viajes le habían apegado a Alyanna, de forma que este había pasado a ser su autentico mundo, mientras que repudiaba la tierra donde había nacido. Allí tan solo había conocido una triste infancia en la pobreza, una juventud arrebatada por la guerra, y una madurez vacía y sin sentido. Todo cuanto necesitaba se hallaba en Alyanna, no en la vida real en la que él se consumía día a día, como la cera de una vela que ya ha brillado demasiado.
—Gaada, amiga mía. Te lo he prometido ya al menos un centenar de veces: siempre encontraré el camino a Alyanna. Ha sido aquí donde en realidad he vivido, y será también aquí donde me llegue la muerte.
—No hables de muerte conmigo, Aslam —Le recriminó la muchacha—. Eres joven y fuerte, y aún te quedan muchos años libres de pagar ese elevado precio.
            Aslam rió para sus adentros, y no solo por volver a oír el nombre que recibía en Alyanna, sino por la dulce ingenuidad y el cálido tono de voz de su querida Gaada. 

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            Ambos recorrieron el bosque ascendiendo a la par del río, y contra su corriente, hasta llegar a las montañas. Allí se erigía una fortificada muralla, y en su interior aguardaba una ciudad de estructura pétrea, con casas y calles ascendentes esculpidas hacia la más alta cima, donde se erigía majestuoso el Castillo del Tiempo.
            Aunque la alegría lo embriagaba por su regreso, el caballero comprobó con pesar que el ambiente tras las murallas no pintaba precisamente festivo. Aslam recordó con añoranza su última visita a la ciudad: la plaza engalanada, la música en las calles y las fiestas y bailes; juglares danzando y artistas maleando el fuego. En cambio, en su ausencia parecían haber acontecido tiempos sobrios; podía preverlo en el ambiente, en la agitación de centenares de hombres armados, y en la ausencia de juegos infantiles en las calles. 
            En su camino hacia el palacio, que recorrió escoltado por la bella Gaada, Aslam se topó con toda clase de conocidos y aliados, antiguos compañeros de batalla que lo habían extrañado desde su última estancia: todos concluían que esta había sido demasiado larga. A la par que se saludaban, y resonaba su pecho contra las armaduras de sus aliados, Aslam rememoraba en su mente vivencias felices en su amada Alyanna.
            Pero la felicidad era relativa, ya que por lo visto se preparaba una guerra. A Aslam no le sorprendió la noticia; en realidad era como si ya la esperase. Como si su cuerpo añejo, aquel que en dos años reales no había podido encontrar el camino a su patria, hubiese intuido todo el tiempo las contiendas que se tejían en aquella que en realidad sentía su tierra.
            «Lord Azmat había regresado». Así se lo confirmó Gaada cuando ya se hallaban a las puertas del palacio. Él era un viejo conocido de Aslam, así como el más temido enemigo de toda Alyanna. Aunque en su juventud ambos habían sido buenos amigos — Aslam mentor y el villano alumno—, el corazón de Azmat  acabó corrompiéndose consumido por la codicia y el poder, actitudes opuestas que los había enfrentado en numerosas batallas a lo largo del tiempo. Misteriosamente, cada vez que el villano era expulsado, encontraba la forma de regresar de sus cenizas y hacerse con nuevos aliados. Como siempre, su motor era la más anhelante venganza, así como el más ciego deseo de poder. Su  máxima era adueñarse de la ciudadela y el castillo del Tiempo, puesto que con el poder de la fortaleza, solo un pequeño paso lo separaría de poseer Alyanna por completo.  

Imágen: www.epilogue.net


            El rey recibió a Aslam con gran regocijo. No hubo llegado el guerrero al trono cuando su majestad Imaam se levantó de un salto para correr a su encuentro. Ambos también eran antiguos conocidos, compañeros de armas en numerosas batallas antes de que el más longevo, al menos en Alyanna, fuese nombrado monarca. Aunque Aslam había sido propuesto por el pueblo, este se había negado a causa de sus continuas pérdidas en el tiempo. Con aquellos viajes entre su mundo y el de Gaada, que no podía ni deseaba explicar, sabía que no conseguiría proteger la ciudad como esta lo necesitaba; aunque sí podría hacerlo así su leal Imaam. Finalmente, el noble Aslam se había conformado felizmente con aportar su espada cuando su presencia así se lo permitiese. Alyanna le tenía por un aventurero inquieto, incapaz de residir mucho tiempo en un solo sitio, y necesitado de la libertad de ir a donde le llevase el viento. Sin embargo, Gaada siempre sabía por dónde regresaba, aun cuando él jamás le había explicado a nadie de donde procedía.
—¡Viejo amigo! —Rió el rey mientras se fundía con su hermano de armas en un nostálgico abrazo—. Os hemos extrañado terriblemente. Por suerte, habéis llegado en el momento más oportuno. Vuestra espada una vez más será imprescindible para defender Alyanna.
—Siento la tardanza.
—No os disculpéis, Aslam. El tiempo apremia como para detenernos en palabras innecesarias. Ahora id a capitanear vuestra guardia, y a preparaos para la batalla. 
            La visita fue principalmente breve, pues no era sensato rememorar la nostalgia a las puertas de una batalla. Por suerte, Aslam, viejo león de guerra, recordaba bien el protocolo a seguir, y su soltura capitaneando hombres a la batalla no había mermado con los años de falta de práctica. Tenía mucho trabajo por delante, pero estaba resuelto a poner la ciudad a salvo una vez más.



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